Querida niña: no te escribo esta carta para reprocharte nada, ni tampoco para cerrar viejas heridas.
Fuiste una soñadora como lo son todos los niños y niñas, pero no mucho, no eras de las que jugaban a ser princesas de cuento ni creías en los príncipes azules. Tampoco tenías ídolos más allá de los cromos que coleccionabas y pegabas en un álbum.
La educación de la época decía que teníamos que ser buenos por decreto, sin más explicación, y tampoco teníamos las cosas que tienen los niños de hoy pero por ello no fuimos menos felices.
Recuerdo especialmente aquellos viajes en tren con mamá cuando íbamos al médico. Aquellos trenes de madera que me parecían preciosos y una niña, tú, que con la nariz pegada al cristal estaba descubriendo el mundo. Era mágico. También recuerdo que, a falta de móviles y tablets, tu madre te compraba aceitunas para tenerte entretenida mientras esperabas en la visita del médico.
—Otra vez mala, otra vez sin escuela —decía mi madre
O aquello otro de:
—Ya verás cuando venga tu padre...
Pero luego no era tan malo como pintaba. Te metías debajo de la mesa y pensabas “pobre, mi padre, tiene que venir cansado de trabajar y darme un paliza a mi y sin venir a cuento...” Pero nunca pasaba nada.
¿Te acuerdas de las niñas repipis de la escuela? Un día “no te sabes la lección”, otro día “tienes la raya del pelo torcida... y ¿sabes, querida niña? Ya eres mayor, hemos madurado y los comentarios negativos no nos afectan. Puede ser que no supiéramos dónde nacía algún río de España o el Evangelio según San Mateo, pero comprendí que la vida es un camino de aprendizaje y, cómo decía Machado, al andar es cuando se hace el camino, sin la necesidad de juzgar a nadie.
Más tarde decidiste ponerte algunas metas. Unas las conseguiste y otras se quedaron por el camino, pero creo que deberíamos estar orgullosas de haberlo intentado.
Me gustaría hacer una mención especial a las clases del Liceo, las excursiones que hicimos al Mont Blanc, el albergue y lo bien que pasamos allí.
Me está costando escribirte, querida niña, porque tú ya sabes todo de mi.
Después de estas reflexiones me gustaría decirte que quisiera vivir mucho y con suficiente claridad mental para no olvidarme nunca de quien soy, de quién fuiste, para rememorar los recuerdos de nuestra niñez, con las alegrías, los triunfos y los fracasos que nos han traído hasta aquí y que, inevitablemente, forman ya parte de nuestra vida.
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