Cuando empecé a escribir una historia sobre la Navidad, pensé si sería capaz de plasmar sobre el papel las sensaciones y los nervios que sentía en los días previos a estas fechas. Esperar estos días ya era motivo de alegría. Suponía que teníamos vacaciones, que mi padre estaba más en casa, que venía mi hermano del internado y adornábamos el árbol —lo solía cortar mi padre— con cuatro bolas y un niño Jesús que guardábamos para estas fechas.
También me acuerdo de los oficios religiosos, que eran de obligado cumplimiento, pero que no nos importaba demasiado. Y no podemos olvidar la noche de Reyes. Esa sí que era una fecha especial, aunque casi siempre traían lo mismo: material escolar, cuentos, chocolatinas...
Lo malo era que nunca podíamos celebrarlo todos juntos porque, como éramos varios hermanos, siempre había alguno malo.
Hasta entonces fueron unas navidades bonitas.
Pero, cuando de muy joven salí del núcleo familiar para ir a otro lugar, las costumbres no eran iguales, y, más tarde, el trabajo y la distancia hacían imposible reunirme con mi familia. Solo nos felicitábamos por carta porque al principio tampoco teníamos teléfono.
Poco a poco se fue disipando el sentido de la Navidad, ya solo quedaba nostalgia. Nostalgia por un pasado que quedaba atrás y que, en momentos como éste, hace que refresque en mi memoria retazos de los momentos vividos más felices de mi infancia.
Cuando le pregunté a mi madre, ya mayor y con escasa memoria, que me recordara cosas de Navidad me dijo:
―No me acuerdo mucho ―. Esbozó una sonrisa y me dijo ―Muy bonita.
Y me cayó una lágrima.
Comentarios
Publicar un comentario